El 26 de junio de 2016 se celebraron elecciones generales en España. Fueron las decimoterceras desde la transición a la democracia y las segundas con Felipe VI como rey. El partido político más votado fue el Partido Popular, presidido y liderado por el entonces presidente en funciones Mariano Rajoy, cuyas candidaturas obtuvieron en el Congreso de los Diputados una mayoría simple de 137 escaños (catorce más que en las anteriores elecciones de diciembre de 2015) y un 33,01 % de los sufragios, seguido del Partido Socialista Obrero Español de Pedro Sánchez, que obtuvo el 22,63 % de los votos, lo que se tradujo en 85 diputados (cinco menos que en los anteriores comicios, su peor resultado en la actual democracia). En cuanto a la participación, esta fue del 66,48% del censo electoral, la más baja en unas elecciones generales de la actual democracia. Una vez que el PP consiguió tejer las alianzas necesarias y formar gobierno, el PSOE de Sánchez, con los peores resultados de su historia, empezó a urdir la manera de quitar el Gobierno al que legítimamente lo había ganado en las urnas con mejores resultados que en los anteriores comicios, celebrados solo seis meses antes. Sánchez lideró una moción de censura que tenía una premisa básica: desalojar del Gobierno al Partido Popular para convocar elecciones inmediatamente. Para conseguir ser presidente a costa de lo que fuera, Sánchez no dudó en aliarse con lo “mejor de cada casa”; los 84 votos de los diputados socialistas se unieron a los 67 de la ultraizquierda representada por PODEMOS y sus adlátere. Pero también a los de los enemigos de España como los golpistas de Esquerra Republicana de Catalunya y del PDCAT del fugado Puigdemont. También consiguieron los votos del PNV y de los filoterroristas de Euskal Herria Bildu. Con toda esa patulea se dispuso a gobernar Sánchez y conformar un gobierno “bonito”. Un Gobierno que tuvo que recomponer a los pocos días por los escándalos pretéritos de sus elegidos para la gloria. Un Gobierno en el que el raro es el que no tiene una sociedad para tributar menos a Hacienda. Un Gobierno con ministras que hablan despectivamente de sus compañeros a causa de su orientación sexual, un Gobierno en definitiva, capaz de hundir de nuevo a España en la crisis y en el desánimo. Y todo ello aderezado con un presidente del Gobierno que pronto empezó a ser conocido como el “okupa”, más preocupado por su imagen y por su bienestar personal que por los problemas reales de España. Más preocupado en acabar con la educación concertada y con sacar a Francisco Franco del Valle de los Caídos, que en procurar el bienestar de los españoles. Un presidente megalómano que en cuanto pisó moqueta dijo que quería acabar la legislatura y convocar elecciones en 2020. Pero todo ese castillo de naipes se ha desmoronado. El suflé se desinfló en cuanto los compañeros de viaje de Sánchez se lo propusieron. Con la excusa de la no aprobación de los presupuestos y con la concurrencia de algunos barones socialistas que tenían facturas pendientes de cobrar a Sánchez, la función terminó. Aunque creo sinceramente que fue la gran manifestación en la plaza de Colón el domingo anterior la que terminó de poner la puntilla a un Gobierno ensimismado que nunca tuvo que haber sido.
La convocatoria de elecciones para el 28 de abril da la voz a los españoles. Da la voz a los que saben que su voto tiene el poder de cambiar las políticas que han llevado de nuevo a España a la desesperanza. Pero es que además tenemos la oportunidad poco después de mandar a su casa a Page y en el caso de Ciudad Real a Pilar Zamora, que tampoco han tenido empacho en abrazarse a la ultraizquierda podemita para gobernar sin haber ganado las elecciones. Las fichas vuelven a la casilla de salida. Toca moverlas bien, porque España no se merece gobernantes que solo piensan en ellos mismos y en mantener sus privilegios acrecentando los problemas de los españoles.
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