Después de gozar ampliamente de un periodo democrático sin precedentes en nuestro país nos encontramos con el hecho de que, para algunos, este sistema ya no es válido. Para esos el Estado de Derecho que nos otorgamos mediante la Constitución de 1978 y que, entre otras cosas, basa la participación política en el sistema de partidos, debe ser destruido. Ya no sólo se conforman con entonar el “delenda est Monarchia”, sino que quieren destruir todo el sistema. Y para ello utilizan todos los medios a su alcance.
Para alcanzar ese fin cada vez estamos más acostumbrados a que desde cualquier ámbito se puedan hacer acusaciones sin pruebas, falsas y calumniosas y que tenga que ser el calumniado o acusado el que demuestre que él no cometió los hechos que se le imputan. Evidentemente estas actuaciones no se producen desde el ámbito del Estado, como en tiempos de la Inquisición, sino desde otros ámbitos. Aún siguen quedando en España aficionados a acusar sin pruebas; aficionados a tirar la piedra y esconder la mano; aficionados, en definitiva, al proceso inquisitorial.
Como todo el mundo sabe el proceso inquisitorial partía de la presunción de culpabilidad del acusado y por tanto le era negado cualquier tipo de defensa con las mínimas garantías. El secretismo del proceso en su conjunto y el ocultamiento de los testigos restaban buena parte de las escasas garantías procesales existentes. Las pruebas aportadas en el juicio habían de ser bien comprobadas y expuestas por la defensa pero no tanto por quienes formulaban la acusación. Las llamadas pruebas «de oídas», es decir, basadas en rumores, eran tenidas exactamente en la misma consideración que las aportaciones de los testigos oculares, y, de hecho, eran deliberadamente alternadas en el interrogatorio con la intención de confundir al reo y minar su resistencia. Con estos métodos el preso solía autoinculparse, a sabiendas de que, haciendo esto, conseguiría una sentencia considerablemente más benévola como podían ser el arresto domiciliario y una multa.
En lo que hoy conocemos por Castilla-La Mancha hubo dos Tribunales Inquisitoriales, en Cuenca y Ciudad Real, si bien este último enseguida se trasladó a Toledo. Pese a su corta estancia en Ciudad Real, desde 1483 a 1485, le dio tiempo a celebrar once Autos de Fe con entre 180 y 200 procesos con un total de 52 quemados. Después de la expulsión de los moriscos y con el paso del tiempo los delitos serán menores tales como blasfemias y las familias que tradicionalmente en nuestra ciudad acaparaban los cargos de “Familiares de la Inquisición”, dejan de apetecerlos. La familia Treviño, alguno de cuyos descendientes han ocupado cargos de responsabilidad en Castilla-La Mancha hasta hace bien poco, cede la vara de Alguacil del Santo Oficio a otras familias de menos lustre y por fin a mediados del s. XIX la Inquisición es abolida definitivamente.
Por eso, porque está abolida, me duele especialmente que determinados medios de comunicación estén prestos a difundir acusaciones sin pruebas y que tenga que ser el acusado el que rebata las mismas. Es verdad que casi siempre ese medio se hace eco de denuncias formuladas por otros, pero sin contrastar mínimamente la historia. Por fortuna los tribunales actuales si que imparten justicia con plenas garantías jurídicas y procesales y se parte del principio de presunción de inocencia por más que a algunos les gustaría que siguiera siendo al revés. A veces cuando llega la sentencia absolutoria el daño que se ha hecho al honor y a la fama puede ser irreparable, aunque al final la verdad siempre prevalece.
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