Tengo entre mis rarezas el ser aficionado a ciertas cuestiones que al común de los mortales les pueden parecer baladíes. Desde joven frecuenté la vexilología, ciencia auxiliar de la historia, que trata sobre las banderas, pendones y estandartes. Más allá de sus formas, colores o tamaños, las banderas son los únicos objetos que tienen el valor de ser o haber sido símbolos de la Patria. Es sabido que las banderas tienen su nacimiento en el deseo de cada hombre de distinguirse y prevalecer sobre sus iguales. Con el transcurso de los tiempos se transformaron en el elemento diferencial y visual en el campo de batalla, porque distinguían a unos ejércitos de otros y cuando se conquista una plaza o posición lo primero que se hace es colocar la bandera propia. Todos tenemos en la mente el lienzo en el que Colón llega a América y coloca el pendón de los Reyes Católicos en suelo americano tomando así posesión del mismo para la Corona de España.
En Estados Unidos, con mucha menos historia que España y que la vieja Europa, el uso de su bandera está fuera de connotaciones partidistas y todo el mundo la honra y la respeta. Es un elemento iconográfico de primer orden. James Bradley escribió hace unos años un libro titulado “banderas de nuestros padres”, del que Clint Eastwood hizo una magistral adaptación al cine con el mismo título. En él relata la cruel batalla de Iwo Jima y su punto culminante, que fue el izado de la bandera de las barras y las estrellas en el monte Suribachi. En una imagen que dio la vuelta al mundo se ve a seis jóvenes marines izando el mástil que portaba su bandera, por la que habían muerto miles de compañeros en los días anteriores. En España también hemos tenido ejemplos así. Un grupo de militares resistieron en Baler (Filipinas) hasta casi un año después de finalizado el conflicto y cuando por fin creyeron que la guerra había finalizado, exigieron salir con la bandera de España en formación.
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