El vino ha sido fuente de inspiración para el arte casi desde el principio de los tiempos. Pintura, escultura y por supuesto la poesía, se han embebido, se han empapado en vino, ese dulce mosto fermentado de la uva. Tucídides ya opinaba que las gentes del Mediterráneo empezaron a emerger del barbarismo cuando aprendieron a cultivar el olivo y la vid. Baudelaire hizo que el alma del vino cantase en las botellas y aseguraba que, del amor entre el hombre y el vino, nace la poesía. Esa que se alza hacia Dios como una rara flor. Más cerca de nosotros Cervantes, Quevedo, Eladio Cabañero, Félix Grande y Juan Alcaide, por citar solo a algunos, han loado al vino. El tomellosero Félix Grande tiene constantes alusiones al vino en su obra y por supuesto en su celebérrima y arquetípica “Balada del abuelo Palancas”, de quién contaba que, cuando se quedó viudo de la Anselma, se metió en la cama y sólo se levantaba para hacer sus necesidades y para beber vino. El valdepeñero Juan Alcaide, junto con el también tomellosero Cabañero configuraron, en palabras de Matías Barchino, una auténtica poética del vino en la lírica castellano-manchega del siglo XX.
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