Cualquiera que haya paseado por la plaza de Oriente de Madrid habrá reparado en la magnífica estatua ecuestre de Felipe IV, situada en el centro de la plaza. Fue el propio monarca el que manifestó su deseo de que la obra que le retratase, superara en calidad artística e impacto visual a la de su padre, Felipe III, sita en la Plaza Mayor. Se cuenta que la escultura requirió el asesoramiento físico-matemático de Galileo ya que, hasta entonces, ningún caballo en escultura se había sujetado sólo sobre las dos patas traseras. Hace unos días un periódico nacional, en una clara errata, se refería a este conjunto escultórico como “la estatua de Felipe VI”, no constándome que S.M. el Rey Don Felipe haya ordenado hacerse ninguna estatua ecuestre, al menos de momento. Viene esta introducción a cuento porque debido a esos delirios megalómanos, en su afán de superar a su padre y en su predilección por lo desmedido, a este rey se le llamaba “el Grande”. Sucedió que, durante su reinado se perdió Portugal, y tras la pérdida, el duque de Medinaceli en su afán por agradar a su señor, al que por algo llamaban “El Grande”, le dijo: “A Su Majestad le pasa como a los hoyos, que cuanta más tierra pierden, más grandes son”.
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