Cuando a principios del S.XX Sinesio Delgado escribió por encargo del entonces Ministerio de la Guerra su “Salutación a la Bandera”, se refirió a los colores de la enseña nacional con una bella imagen: “manchada por el polvo de las tumbas, teñida con la sangre de los muertos”. Mucha de esa sangre ha sido vertida a manos de terroristas para los que la vida de las personas valía menos que nada. Fueron años duros, años tristísimos para España que veía como los mejores de entre nosotros iban cayendo asesinados a traición y por la espalda. Tras la sangre vertida quedaban familias rotas por el dolor que además, en algunos casos, cosechaban la incomprensión y hasta el desdén, de sus vecinos. Una incomprensión que llegaba incluso desde algunos ámbitos de la Iglesia vasca de la que aún recuerdo algunas nauseabundas cartas pastorales del obispo Setién, en las que hablaba de la “problemática política de ETA” o llegaba a equiparar a víctimas y verdugos. El asesinato de Miguel Ángel Blanco supuso un antes y un después en el apoyo social a las víctimas del terrorismo. Los éxitos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y la implacable fuerza del Estado de Derecho hizo posible un debilitamiento de ETA y las víctimas veían cómo los asesinos de sus familiares acababan en la cárcel.
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